Por El Dr. Mario Pereyra
Durante la década de 1980,
las investigaciones sobre la felicidad se cuadruplicaron. Los resultados hasta
comienzos del siglo XXI han ofrecido datos que a veces contradicen las
predicciones lógicas. He aquí algunos: Las personas que sufren tragedias o incapacidades
parecen tener niveles similares de bienestar emocional; el efecto de eventos
positivos dramáticos, tal como ganarse la lotería, tiende a durar poco más de
seis meses. Aunque más personas sienten que tener más dinero los haría más
felices, las estadísticas muestran que a la larga, la afluencia afecta muy poco
la felicidad. La sociedad actual está dominada por anuncios que prometen
felicidad a los que compran cierto producto o efectúan cierta actividad, pero
la mayoría de tales promesas son vacías. En efecto el nivel de felicidad parece
permanecer más o menos igual durante la vida del individuo.
El análisis de varios
estudios revela que las personas felices generalmente muestran las siguientes
condiciones: Tienen una estima propia elevada, son optimistas y sociables,
tienen amistades íntimas o un matrimonio satisfactorio, tienen empleos y
pasatiempos desafiantes, y tienen una fe religiosa. Factores que no juegan un
papel importante son: la edad, la raza, el género, el nivel educativo o si se
tienen hijos.1
Para el creyente, la
felicidad está atada a su conexión con Dios. Veamos algunos conceptos con
raíces en las Escrituras.
“Estas cosas os he hablado
—dijo el Señor Jesús—, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea
cumplido” (S. Juan 15:11).
El apóstol Pablo exhorta a
todos los cristianos: “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!”
(Filipenses 4:4, DHH). El apóstol que escribió estas palabras estaba preso en
Roma, al final de su ministerio, y esta declaración constituye una suerte de
patrimonio espiritual legado a la iglesia, para todos los tiempos, que enseña
cuál debe ser el sentimiento prevaleciente en el ánimo del hijo de Dios. A
pesar de que Pablo padecía las penurias de la cárcel y la incertidumbre con
respecto a su futuro terrenal, repite varias veces la necesidad de cultivar un
espíritu contento y una disposición alegre.
Para que la felicidad tenga
duración, es decir, para que permanezca, debe estar consustanciada con la vida
misma, que es el tiempo. En otros términos, hay que pensar la felicidad como un
modo de experimentar el tiempo. Como todos sabemos, el tiempo tiene tres
dimensiones básicas, que son pasado, presente y futuro. Así, pues, la felicidad
debe conjugarse en cada uno de esos tiempos. Hay, pues, una felicidad que se
extrae del pasado, de los hechos dichosos vividos; se trata del agradecimiento.
Hay también una felicidad que se experimenta en el presente, que es propia del
estado anímico actual, a ésta la llamamos contentamiento. Y, finalmente,
distinguimos la felicidad que mira hacia adelante y que extrae de esas fuentes
del porvenir su entusiasmo feliz, es la esperanza. A continuación hablaremos de
estas tres modalidades del espíritu dichoso.
La
gratitud
¡Qué excelente medicina es
la gratitud! ¡Cómo tonifica el espíritu y vigoriza el organismo! ¿Por qué será
tan difícil encontrarla en la vida cotidiana? Dice la parábola que de los diez
leprosos curados por Jesús sólo uno volvió a agradecerle. Habían obtenido la
salud del cuerpo, pero les faltó la salud mental que proporciona el espíritu
agradecido. ¿Será que todavía mantiene vigencia ese porcentaje de tan sólo un
diez por ciento de agradecidos que había en los tiempos evangélicos?
En mi trabajo como psicólogo
clínico continuamente escucho historias tristes en las que parece que un
destino cruel se ensaña despiadadamente con su víctima. Es el culto al
descontento, al fastidio y al malhumor. ¡Cuán distinta es la actitud de la
persona agradecida! Proclama el milagro de la bendición y canta en expresión
reconocida por los favores recibidos. El agradecido deposita su mirada sobre el
pasado para recordar las dádivas. Es el historiador de las bondades, no de las
desdichas. Recrea y revive los momentos cuando alguien apareció para ayudarlo,
cuando fue auxiliado con algún favor especial que cubrió la necesidad y venció
el apremio. El amargado, por el contrario, vive ensombrecido por la memoria
trágica de las desventuras y de las luchas inútiles, no puede desprenderse de
los lamentos y del gesto hosco. En cambio, el agradecido vive el pasado como
regalo. Es una persona satisfecha que conserva la sonrisa en el rostro y un
canto de alabanza en el corazón. Mira la parte positiva y luminosa de la vida y
estima mayores las dádivas que las pérdidas. Reconoce a sus benefactores.
Experimenta el deseo de retribuir tantos obsequios. Sintoniza el tiempo de la
alabanza, con espíritu festivo.
A pesar de sus excelencias,
la gratitud enfrenta un riesgo: el peligro del olvido. Para conservarla es
necesario sostener la voluntad de no permitir que el tiempo borre sus huellas
agradables. Por eso, el salmista aconseja: “No olvides ninguno de sus
beneficios”. El Salmo 103 enumera una cantidad de regalos que recibimos de
Dios. Algunos de ellos son: “Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que
sana todas tus dolencias, el que rescata del hoyo tu vida, el que te corona de
favores y misericordias; el que sacia de bien tu boca de modo que te
rejuvenezcas como el águila” (vers. 3-5). La lista continúa con otros favores
que nos concede el Todopoderoso, en retribución sólo nos pide que “no
olvidemos”, que conservemos la memoria de los bienes divinos. Ese conocimiento
nos da felicidad presente y seguridad futura. Parafraseando a la escritora
Elena de White, podemos decir: “No tenemos nada que temer en el futuro, excepto
que olvidemos la manera en que el Señor nos ha conducido y sus enseñanzas en
nuestra historia pasada”.2
El
contentamiento
El apóstol Pablo contrasta
dos actitudes de estar contento que pueden confundirse, pero son opuestas. Una
es recomendable, la otra repudiable. Declara el Apóstol: “No os embriaguéis con
vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu, hablando
entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y
alabando al Señor en vuestros corazones” (Efesios 5:18, 19). Hay mucha gente
que para liberarse de la desdicha recurre al alcohol. Esa droga, al principio
produce euforia, que parece desvanecer mágicamente los malestares, dando la
ilusión de la felicidad. Es como si la vida riese a carcajadas, cargada de una
energía que electrifica todo el cuerpo con un nuevo vigor. Pero todo es falso,
una burda mentira. Es pura excitación bioquímica transitoria. El frenesí pasa y
queda la amarga sensación de vacío y una desgracia mayor. Muchos se obstinan en
prolongar el éxtasis, incrementando el consumo, hundiéndose en el deterioro y
la degradación alcohólica, que cada vez más aleja la auténtica felicidad,
produciendo violencia, accidentes, enfermedad y muerte. Muy diferente es el
estado anímico que propone Pablo de permitir que el Señor nos llene con su
Espíritu Santo. Lo describe bellamente como cantar un himno de alabanza a Dios
en el corazón. Me parece que ése es el espíritu de contentamiento que todos los
cristianos debemos tener.
¿Cómo hacer para sentirse
contento? El mismo apóstol lo explica: “Pero gran ganancia es la piedad
acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda
nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con
esto” (1 Timoteo 6:6-8). Es sentirse satisfecho con lo que tenemos. Es todo lo
contrario de la avidez insaciable por tener más, que experimentan los
descontentos de rostro avinagrado. Es un estado de plenitud interior, de
conformidad y bonanza. En otro lugar, vuelve Pablo con el tema, confesando: “He
aprendido a contentarme con lo que tengo. Sé lo que es vivir en la pobreza, y
también lo que es vivir en la abundancia. He aprendido a hacer frente a
cualquier situación… A todo puedo hacerle frente, pues Cristo es quien me
sostiene” (Filipenses 4:11-13, DHH). Es claro, entonces, que el estar feliz se
aprende ejercitando la voluntad y practicando la fe en que Dios suplirá todas
nuestras necesidades. Si creemos realmente que Dios nos protege y cuida, nos
invadirá un sentimiento fresco y alegre como las mañanas luminosas de la
primavera. La conciencia de la dicha habitará en nosotros.
La
esperanza
La felicidad también se
logra a costa de algo que vendrá. Así lo enseñó Jesucristo en la memorable
última cena cuando anunció su muerte y su alejamiento de la tierra. Los
discípulos estaban acongojados por la separación inminente, entonces les
trasmitió la promesa de que volvería por segunda vez, para terminar con toda
despedida (S. Juan 14:1-3). Esa “esperanza dichosa” (Tito 2:13, DHH) ha sido el
corazón de la fe cristiana a lo largo de los siglos. Jesucristo lo ilustró con
el siguiente ejemplo: “La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado
su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la
angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo. También
vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro
corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (S. Juan 16:21, 22). La expectativa
del nacimiento, disipa las sombras de los temores y sufrimientos presentes,
originando un regocijo anticipado. La experiencia bendita de la gestación es el
trance más difícil y doloroso, pero la madre, el padre y todos los familiares
esperan con emoción contenida el momento del alumbramiento. Cuando ocurre,
todos celebran alborozados el nacimiento, los corazones estallan de júbilo, los
padres nos sentimos transportados por un torbellino celestial. ¿Puede haber un
gozo más grande, una alegría más completa? Sí, cuando Cristo vuelva por segunda
vez a esta tierra y se produzca el alumbramiento cósmico de la nueva vida
eterna operada por Dios. Allí la alegría será total. Ahora sólo la vivimos
anticipadamente por medio de la esperanza.
Un reformador inglés del
Siglo XVII, Richard Baxter, hizo un comentario inspirador: “El pensar en la
venida del Señor es dulce en extremo para mí y me llena de alegría”. “Es obra
de fe y un rasgo característico de sus santos desear con ansia su advenimiento
y vivir con tan bendita esperanza”. “Si la muerte es el último enemigo que ha
de ser destruido en la resurrección, podemos representarnos con cuánto ardor
los creyentes esperarán y orarán por la segunda venida de Cristo, cuando esta
completa y definitiva victoria sea alcanzada”. “Ése es el día que todos los
creyentes deberían desear con ansia por ser el día en que habrá de quedar
consumada toda la obra de su redención, cumplidos todos los deseos y esfuerzos
de sus almas”. “¡Apresura, oh Señor, ese día bendito!”3
Por su parte, Elena de
White, reflexionando sobre la proximidad de la Segunda Venida de Cristo a la
tierra, nos hace una exhortación solemne: “Hermano y hermana míos, os insto
vivamente a prepararos para la venida de Cristo en las nubes de los cielos.
Echad de vuestros corazones cada día el amor al mundo. Experimentad lo que
significa el compañerismo con Cristo. Preparaos para el juicio, para que cuando
Cristo venga para ser visto de todos los que creen, estéis entre los que lo
verán en paz. Ese día los redimidos brillarán en la gloria del Padre y del
Hijo. Los ángeles, con los sones de sus arpas sagradas, darán la bienvenida al
Rey y a sus trofeos de victoria: los que han sido lavados y emblanquecidos por
la sangre del Cordero. Se expresará un canto de júbilo que llenará el cielo”.4
¡Ojalá que todos podamos
entonar ese canto de júbilo que, esperamos, tronará por los cielos durante este
siglo XXI!
1Ver David Myers,
www.hope.edu/academic/psychology/myerstxt/ y Geoffrey Miller, “The Third
Culture” 2Elena G. de White, Joyas de los testimonios, t. 3, p. 443. 3Elena G
de White, Maranata, el Señor viene, p. 122. 4Elena G. de White, En los lugares
celestiales, p. 211.
Mario Pereyra, doctor en Psicología
y autor de varios libros y de centenares de artículos, es director de la
Facultad de Psicología de la Universidad de Montemorelos, México.